martes, octubre 09, 2007

03-F

En la historia de los pueblos y de las ciudades existen fechas que determinan el sentido de la vida en común, conmemoraciones definitivas para entender el presente y el futuro de las sociedades. Su importancia se incrementa conforme el tiempo transcurre y se pueden apreciar con mayor detalle los efectos de los acontecimientos que tuvieron lugar en esos días no convencionales. Los protagonistas y los testigos de los hechos recurren constantemente a estos referentes para justificar o explicar las modificaciones en el orden natural de las comunidades. En este sentido, para bien o para mal, el tres de febrero de 2006 ha ingresado ya en esta categoría, instalándose desde ahora en la memoria colectiva de los huauchinanguenses.

La razón de lo anterior es sencilla: en la historia reciente de Huauchinango no se había presentado un acto de la naturaleza violenta como el ocurrido la noche del primer viernes de este mes. Hace una semana elementos de la policía estatal desalojaron a los comerciantes ambulantes que pretendían instalarse en las calles aledañas al parque central mediante el uso de toletes, escudos, gases lacrimógenos y golpes. El enfrentamiento tuvo una duración de aproximadamente 40 minutos y un saldo reconocido de una persona detenida (un líder de los ambulantes) y 25 lesionadas. Sin duda, algo inédito en el recuerdo aún de los más rancios habitantes del municipio. En especial por el clima de crispación, impotencia e inseguridad generado entre los huauchinanguenses. Un hecho que genera un sinnúmero de opiniones. Pero vayamos por partes.

De inicio, debe reconocerse un hecho contundente: la actual situación de desorden y anarquía en el primer cuadro de Huauchinango requiere ser atendida de forma urgente. El asunto ha escalado –por omisión o complicidad—a niveles casi intolerables en cuanto al caos vial y peatonal ocasionado por la presencia del comercio informal como una práctica común, más allá del tradicional tianguis sabatino. Existe un amplio consenso –que no es atribuible del todo a la actual administración local, por cierto—de que algo debe hacerse para recuperar la viabilidad de esta área como lugar de convivencia e identidad cultural. De acuerdo. Nadie objeta lo anterior. Pero el punto aquí consiste en preguntarse, ¿era totalmente inevitable el uso de la fuerza pública para intentar resolver el problema? Es decir, dada la evolución del conflicto, en el que se habían estado llevando a cabo pláticas y negociaciones entre las partes involucradas, ¿se habían agotado ya todas las instancias de la razón y el acuerdo?

En este y otros espacios he defendido el hecho de que el Estado, en cualquier caso y en todas sus materializaciones, siempre tiene reservada para sí el uso legítimo de la fuerza. Es parte de su naturaleza y mal haríamos en cuestionar dicha atribución. Sin embargo, en este caso el asunto va más allá de discutir interminablemente si un gobierno puede hacer o no hacer uso de esta facultad. El actual gobierno de Huauchinango, como otros, fue electo en las urnas (por cierto, con el apoyo de sectores como el de los ambulantes). Esto le ha otorgado el factor de la legalidad. Pero el aspecto a destacar aquí es, ¿posee el Ayuntamiento la suficiente legitimidad para asumir una decisión de este impacto? ¿Son realmente propias y autónomas las acciones que ha emprendido para concretar la reubicación? ¿Responden realmente al interés legítimo de los huauchinanguenses o sólo son un medio para mantener la influencia política de un grupo en su lugar de origen?

La tentación de usar la fuerza pública no es algo novedoso o recién descubierto a partir de febrero de 2005. A esta disyuntiva se enfrentaron las administraciones locales pasadas, así como será motivo de análisis para las siguientes. Recurrir a la policía con el fin de imponer la voluntad es una acción espectacular que otorga dividendos nada despreciables en términos de popularidad en el muy corto plazo. Una buena parte de la población la aprueba sin cortapisas porque considera –por fin—que su gobierno “hace algo” y que “toma al toro por los cuernos”. Un fenómeno que bien puede atribuirse a la tibieza y fragilidad que el gobierno de Vicente Fox ha mostrado para afrontar los conflictos nacionales. De hecho, la publicidad del candidato presidencial del mismo partido que por ahora despacha desde el segundo piso del Ayuntamiento resalta que él sí tiene “tamaños”. Por lo visto, esta filosofía ha ganado terreno entre sus correligionarios. Pero, después de la alharaca y los golpes, después de los gritos y los heridos, ¿qué queda? Ánimos resentidos, heridas abiertas, problemas inconclusos.

¿Qué hubiese sucedido si la noche del tres de febrero se hubiese presentado con un gobierno de oposición al frente, es decir del PAN o del PRD? De manera previsible, una porción considerable de los que ahora aplauden y arengan o de los que afirman desconocer las dimensiones del acontecimiento hubiesen exigido la renuncia inmediata del alcalde en turno, argumentando un uso irracional de la fuerza contra personas que sólo buscan un lugar digno para ejercer su legítimo derecho al trabajo. Pero ahora sólo se ha tratado –dicen—del mantenimiento del Estado de Derecho. Es tenue y delgada la línea que divide la “decisión” y la “represión”. El viejo dilema de medir los mismos actos con diferente vara.

El 03-F se ha instalado ya como una fecha más del calendario anecdótico huauchinanguense. La noche en la que parte del mito de la tranquilidad, la armonía y la paz que se respiraba en la ciudad se desplomó (la otra ya se había perdido ante el incremento de la criminalidad y la inseguridad pública). La lenta pero constante pérdida de la inocencia serrana.

El Estado posee el uso legítimo de la fuerza. En efecto. Pero nos encontramos en el año 2006 y las prioridades han cambiado. Ahora la violencia debe ser el último recurso, la opción más lejana para solucionar los problemas que afectan a las comunidades. El diálogo, la concertación, el entendimiento, la razón deben ser las herramientas privilegiadas con el fin de resolver los asuntos públicos. ¿Por qué? Básicamente por una razón: porque todos somos potencialmente aptos de convertirnos en una minoría. ¿Qué significa esto? Que nadie puede asegurar que nunca podría estar en el papel que ahora les ha tocado representar a los ambulantes. Ni siquiera las propias autoridades. Aprobar la violencia da pie a fomentar su expansión hacia cualquier persona o grupo por cualquier motivo o circunstancia. La experiencia así lo ha demostrado.

Es penoso escribir sobre este tema, pero esta es la realidad que se vive hoy en Huauchinango. Imposible tratar de ocultarla o minimizarla.


El Guardián, febrero 11, 2006.

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