lunes, octubre 08, 2007

Estado y cultura política

Una de las respuestas más comunes y satisfactorias para explicar los diversos problemas que la sociedad mexicana experimenta en la actualidad es aquella que afirma que la cultura política de los ciudadanos es precaria y, en ocasiones, inexistente. Bajo este argumento se tratan de justificar aspectos que, por su cotidianidad y normalidad, la mayor parte de las veces pasan inadvertidos. Ejemplo de esto es el escaso respeto por las leyes y las instituciones, la débil confianza que las personas muestran hacia sus autoridades, la elevada valoración de prácticas como la transa y la mordida como medios para la resolución de problemas y el ascenso social, la carencia de acuerdos entre los actores involucrados en el juego político.

De esta forma se da por un hecho que el peculiar tipo de cultura política de los mexicanos es –quizás—la principal razón por la cual no podemos accesar a un sistema político plenamente democrático, ya que no poseemos las capacidades ni las destrezas que este hecho demanda.

De acuerdo con la definición realizada por Gabriel Almond y Sidney Verba, el término cultura política se refiere al conjunto de orientaciones sicológicas de los miembros de una sociedad en relación con la política, la cual se forma por los conocimientos que la gente posee sobre su gobierno, sus prácticas políticas, así como el sistema de creencias, ideales, valores, tradiciones y normas que caracterizan a la vida política que se desarrolla en sus contextos. Los autores identifican tres tipos de cultura política en las sociedades contemporáneas. En el primero los ciudadanos muestran poco o ningún interés respecto a su sistema político, en el segundo acatan normas pero no toman posiciones activas y, por último, el sistema ideal en el que los ciudadanos conocen el sistema y se interesan en participar.

De acuerdo con esta clasificación, los mexicanos hemos vivido transitando entre el primer y el segundo modelo, es decir se ha mostrado una alta desconfianza y desconocimiento de la política, o bien, existe cierto interés en esta actividad, pero sin que se traduzca en acciones tangibles.

¿A quién debemos responsabilizar de este fenómeno? ¿Al sistema político instaurado al término de la Revolución y vigente hasta el inicio del nuevo siglo? ¿Al tipo de prácticas prevalecientes en instituciones forjadoras de ciudadanos como la escuela y la familia? ¿O quizás a características concretas de nuestra idiosincrasia como la simulación, la incapacidad para dialogar y la desconfianza en los demás?

Es difícil identificar uno o varios culpables. El hecho es que los productos de la cultura política a la mexicana están ahí y se manifiestan en el desconocimiento que las personas poseen sobre sus derechos políticos constitucionales, en el desinterés por los asuntos públicos, en la desconfianza hacia instituciones clave de la democracia, en la creencia arraigada de que los ciudadanos no deben obedecer las leyes que no consideren “justas”, entre otros ejemplos contundentes recopilados en diversas encuestas sobre el tema.

Ante esto, lo que interesa es saber qué estrategias podrían aplicarse para revertir esta situación en términos razonables. Un primer paso sería fortalecer la capacidad del Estado como órgano rector de la vida común. Aunque a primera vista parezca contradictorio combinar instituciones y autoridades fuertes con el respeto de las libertades y derechos individuales, es indispensable que la función coercitiva y rectora estatal se consoliden en el país para modificar los hábitos tradicionales de desprecio por las leyes y las normas. Cuando un Estado no obliga a sus ciudadanos a respetar las reglas del juego –y sobre todo, cuando él mismo no las cumple—el mensaje que se envía es: adelante, todo está permitido. Por lo tanto, un Estado que ejerza su poder servirá para –al menos—mantener los índices de conflicto en niveles razonables.

Un segundo nivel consistiría en modificar las prácticas de los nuevos ciudadanos, es decir reforzar, a través de la educación básica, capacidades hasta ahora débiles en los mexicanos como el trabajo en equipo y la confianza interpersonal. Quizás no se pueda hacer mucho por los actuales ciudadanos, sin embargo, las nuevas generaciones deben ser objeto de cambios radicales desde su formación inicial en lo referente a su forma de interactuar con los demás y en la definición de los valores que rijan sus actividades.

No es recomendable seguir justificando nuestros tropiezos y errores con expresiones como “así somos los mexicanos”, “aquí nos tocó vivir” o cobijándonos en que todo forma parte de la inagotable alegría e ingenio de los habitantes de este país. La consolidación de la democracia exige de los ciudadanos un enorme esfuerzo por modificar hábitos y prácticas ancestrales, difíciles de combinar con el ideal democrático. Y en esta tarea el Estado mexicano tiene un papel decisivo para, desde su capacidad rectora, conducir las estrategias que –paso a paso—transformen nuestras percepciones sobre la política y la vida en común.


El Guardián, octubre 15, 2005.

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