lunes, octubre 08, 2007

La izquierda y la eficiencia

En un país con un modelo federalista centralizado como el nuestro, siempre será interesante analizar lo que ocurra en la Ciudad de México con el fin de tener un referente de lo que acontece en las demás zonas del país. En esta ocasión se ha tratado de la elección primaria del PRD para nominar a su candidato a la Jefatura de Gobierno del Distrito Federal. Como se sabe, en esta contienda participaron dos precandidatos que representaron con fidelidad no sólo a las corrientes internas que los postularon, sino a dos enfoques divergentes sobre la forma de abordar y conducir la administración pública.

El primero de ellos fue Jesús Ortega Martínez. Con 53 años, el ex secretario general del Partido Socialista de los Trabajadores, ex miembro del Partido Mexicano Socialista, fundador del PRD en 1989 y coordinador de las fracciones parlamentarias de este partido tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado, se presentó a los comicios encabezando a un amplio grupo que se autodefinió como TUCOI (Todos Unidos con la Izquierda). Su nominación se derivó de un proceso previo en el que contendió junto a Pablo Gómez y Armando Quintero, por lo que una de sus principales banderas fue destacar que personificaba el perfil del perredista de cepa, es decir de aquel que comenzó casi en la clandestinidad y que ayudó a fundar al partido luego de la experiencia del Frente Democrático Nacional de 1988.

Frente a él estaba Marcelo Luis Ebrard Casaubón. Menor que Ortega (46 años), este licenciado en Relaciones Internaciones por El Colegio de México, ex militante priísta, ex secretario general de Gobierno en el Departamento del Distrito Federal durante la regencia de Manuel Camacho, ex diputado federal independiente (aunque postulado por el PVEM), ex fundador del Partido de Centro Democrático y ex secretario de Seguridad Pública y Desarrollo Social en la gestión de López Obrador en la capital, fue vinculado con un sector que se ha denominado como “neo-perredista”. Uno de los signos de estos militantes ha sido el haber formado parte en algún momento del PRI, así como haber apoyado la opción de López Obrador frente a Cuauhtémoc Cárdenas como candidato presidencial para 2006.

La campaña giró –básicamente—en torno a estos hechos. Por un lado, los Tucois, con el fin de contrarrestar el apoyo “oficial” –pero velado—que recibía Ebrard de López Obrador, intentaron poner en el centro del debate la “impureza” de éste. De esta forma, Ortega y sus aliados se dedicaron a intentar impregnar en la memoria pública el hecho de que Marcelo había sido priísta y, sobre todo, priísta en la época salinista. La misma que surgió del fraude electoral de 1988, la misma en la que se ha denunciado la desaparición de más de 300 perredistas, la misma del clásico “ni los veo ni los oigo”.

Por el otro, el equipo de Ebrard buscó minar esta ofensiva a través de enfatizar el deslinde que hicieron él y Manuel Camacho de Carlos Salinas en 1995. En aquel momento ambos personajes rompieron con el ex presidente, lo cual los condenó a una especie de exilio político temporal. Sin embargo, es obvio que esa separación no se trató mayoritariamente por cuestiones ideológicas o éticas, sino por la molestia que causó en Camacho no haber sido designado por Salinas como su sucesor. De hecho, es bueno recordar que el ex regente de la Ciudad de México escribió un libro cuyo título es aleccionador en este sentido: cambio sin ruptura.

Más allá de estas multicolores anécdotas propias de cualquier campaña electoral, el asunto que deseo destacar es al que se refiere el título de este texto: la eficiencia y la izquierda. En efecto, ambos precandidatos no sólo tenían la responsabilidad de demostrar por qué debían ser postulados por su partido, sino cuáles eran sus planes para gobernar la que quizás sea la entidad federativa más compleja del país. La que no sólo necesita discursos, sino opciones concretas para dotar de agua potable a más de ocho millones de personas (por mencionar algo). Y aquí viene la enseñanza de este proceso. Marcelo Ebrard dio cifras, proyecciones, escenarios y costos sobre sus prioridades de gobierno. Jesús Ortega basó su oferta administrativa en el simple y llano hecho de que él ha sido, es y será de izquierda.

¿Qué significa esto en la actualidad? ¿Se puede gobernar y administrar la ciudad más importante del país con el sólo hecho de afirmar que se es de izquierda? ¿Mostrar con orgullo que se es de izquierda –y además, de la histórica—otorga al individuo las capacidades y destrezas específicas que requiere la conducción de la administración pública?

Durante el debate televisivo realizado entre ambos precandidatos, Ortega reprochó a Ebrard que era un “tecnócrata” y que se saturaba de “cifras” (además, claro, de que era “priísta”). Su oponente le respondió que él había gobernado la ciudad, que sabía no sólo qué se necesitaba, sino cómo hacerlo y cuánto costaría, mientras que la trayectoria de Ortega había sido exitosa... como legislador.

Sin duda, dos visiones encontradas de lo que deben ser las autoridades públicas en la actualidad y que se repiten sistemáticamente en otras regiones del país. El candidato cuya mayor virtud es la simpatía y la grilla, y el administrador público que, aunque no sea el más popular o bonachón, está en mejores condiciones para encabezar una gestión exitosa por sus habilidades académicas.

Este tema es importante porque, históricamente, los gobiernos locales mexicanos han estado regidos por personajes que saben movilizar voluntades, que arrancan suspiros, que cuentan con el poder económico o que han sido impuestos. El resultado ha sido administraciones deficientes debido al hecho contundente de que no es lo mismo posar para la fotografía que gobernar. La elección de Ebrard permite augurar –con un poco de optimismo y reservando su evaluación como Jefe de Gobierno, en caso de ganar la elección—que la valoración de la gente sobre el perfil de sus autoridades se ha ido modificando de manera gradual. Algo que todos debemos agradecer.


El Guardián, diciembre 10, 2005.

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