jueves, octubre 11, 2007

Impuestos

El político e inventor norteamericano Benjamin Franklin solía afirmar que en esta vida sólo tenemos dos cosas seguras: la muerte y… el pago de impuestos. Sobre el primero, ni duda. Sobre el segundo, la historia se ha encargado de comprobarlo. Desde el instante mismo en que pertenecemos a una comunidad debemos contribuir al mantenimiento de la misma.

En el debate académico y en los discursos políticos se ha afirmado hasta la saciedad que en México el nivel de recaudación es muy bajo, ya no sólo en relación a lo que sucede en países desarrollados, sino frente a sus homólogos latinoamericanos. De acuerdo con la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), en el país se cobra 0.3 por ciento del PIB, mientras que en Chile, por ejemplo, la tasa se eleva a 3 por ciento.

Lo anterior ha tenido un impacto negativo en la operación de las administraciones públicas y, por ende, en los servicios que se prestan a la población. Una frase que sintetizaría el conflicto es: muchas carencias, pocos medios para afrontarlas.

En este punto es conveniente recordar la lógica que rige el pago de impuestos. El Estado necesita dinero para cumplir sus obligaciones. Esos recursos los obtiene de las contribuciones de sus habitantes. Los impuestos se retribuyen en formas diversas (servicios públicos, infraestructura, seguridad, entre otros). De esta manera se crea un círculo virtuoso –al menos en teoría—en el cual el dinero público no se pierde, sino sólo se "recicla".

Uno de los ejemplos clásicos sobre el tema es el de los países escandinavos. Ahí, los pagos que deben realizar sus habitantes al Estado son bastante elevados. Sin embargo, los contribuyentes los realizan porque sus autoridades se han ganado la legitimidad para cobrarlos, es decir los transforman en servicios sociales eficientes y dignos.

En México, sobra decirlo, esto no ha sido así. Múltiples factores históricos han abonado para que los niveles de recaudación sean bajos y para que los recursos públicos no siempre se conviertan en obras y servicios. Arreglos y prebendas a grupos de poder, evasión, una legislación fiscal confusa, cobros selectivos, politización de temas técnicos, un creciente sector informal de la economía, entre otros, han ido minando la capacidad del Estado para cobrar y la confianza del ciudadano para aportar.

La reciente discusión en el Congreso de la reforma fiscal ha vuelto a poner el tema a debate con una particularidad: dejar al descubierto el doble discurso que suele generar. Veamos.

Existe cierto consenso en afirmar que el Estado mexicano necesita más recursos, sobre todo para –como afirma la publicidad oficial—ayudar a los que menos tienen. De acuerdo. Sin embargo, pocos o casi nadie está dispuesto a asumir los costos políticos que esto implica. Ahí tenemos, por ejemplo, el caso del aumento a los combustibles. Esta iniciativa fue presentada en el parlamento y, frente a la andanada de críticas que provocó en los medios y en la opinión pública, después nadie asumía la paternidad de la misma, casi como si hubiese llegado caminando sola a San Lázaro.

Cobijados en una supuesta defensa a ultranza de la población, diversos actores políticos se deslindaron del tema, afirmando que no permitirían un nuevo golpe a la economía popular. Una posición que suele dar buenos dividendos electorales. En contraste, una vez aprobado dicho aumento gradual, los titulares de las administraciones a las cuales se dirigirá lo que se logre recaudar no se han mostrado muy indignados por recibirlo (el impuesto a la gasolina y el diesel está etiquetado a las entidades federativas) .

Entonces, lo que tenemos es una aceptación de facto de la necesidad de más recursos, pero también una posición mustia sobre el riesgo de asumir estas responsabilidades. Al respecto, también debe recordarse que una de las vías propuestas para mejorar las haciendas locales ha sido el cobro de impuestos municipales y estatales, los cuales han sido rechazados por estos ámbitos de gobierno, trasladando sistemáticamente esta responsabilidad (y sus consecuencias) a su contraparte federal.

Por supuesto, si uno se pone en los zapatos de los actores políticos sabe que estar por el cobro de más impuestos significará casi el fin de la gracia popular. Sin embargo, sería conveniente que fuésemos dejando atrás estos complejos de abordar los asuntos por su nombre y que el verdadero motivo de preocupación no sea anunciar que se van a modificar los impuestos, sino saber con exactitud en qué y cómo se van a gastar los fondos que se esperan recaudar.

Si Franklin nos mostró la inevitabilidad del pago de impuestos, el político francés Jean-Baptiste Colbert nos legó la esencia del asunto: "el arte de los impuestos consiste en desplumar el ganso de forma que se obtenga la mayor cantidad de plumas con la menor cantidad de protestas".


El Guardián, septiembre 22, 2007.

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