lunes, octubre 08, 2007

Candidaturas, ¿para qué?

Se ha desatado una nueva fiebre en la región por las candidaturas a puestos de elección popular. Como cada tres o seis años, dependiendo del cargo en cuestión, una serie de personajes emergen de la nada y hacen públicas sus aspiraciones a despachar desde la Cámara de Diputados o el Senado. Para ello comienzan a hacerse notar, a buscar que la gente los conozca y los identifique, a ganar el apoyo de personajes clave dentro de sus partidos y a desplegar toda una estrategia que los convierta en candidatos, primero, y en funcionarios públicos, después. Algo válido en los regímenes democráticos. Cualquiera tiene –al menos en teoría—el derecho de votar y ser votado. Sin embargo, ante el ímpetu que muestran estas personas por trasladarse a San Lázaro o a Xicoténcatl es conveniente preguntarse, ¿para qué quieren ser candidatos?

En primer término debe recordarse que ser diputado (local o federal) y senador significa ser un legislador, es decir un miembro más de un cuerpo colegiado que, a través de la discusión y la negociación, modifica, deroga o crea el marco jurídico del país. Esto es importante destacarlo porque muchos de los que ahora buscan afanosamente ese trabajo plantean en sus proyectos (cuando los hay) acciones como si fuesen a ocupar un cargo ejecutivo y no uno legislativo. A diferencia de un alcalde, de un gobernador o del propio Ejecutivo Federal, los miembros del Congreso no están facultados para intervenir directamente en la realización de obra pública. Sin embargo, ante la opinión pública se comprometen a realizar actividades espectaculares que están fuera de sus atribuciones.

Por otro lado, aunque el término legislador está asociado indiscutiblemente con la noción de “representante popular”, esto no quiere decir que para ocupar dicho encargo público no se requieran ciertas cualidades específicas –tanto académicas como personales—en los aspirantes. El origen de los parlamentos así lo explica. En principio, cualquier miembro de las comunidades podía participar en las asambleas que se llevaban a cabo en las plazas públicas para discutir los temas más importantes del territorio. El crecimiento de la población hizo necesario que se establecieran ciertos filtros para ser considerado un integrante calificado en estas reuniones. Así, en primer término se redujo la cantidad de personas que efectivamente podían intervenir con voz y voto y, posteriormente, se depuraron estos cuerpos de discusión mediante la valoración de ciertos perfiles. En pocas palabras, un diputado o un senador representan a la gente, sí, pero por esta misma razón deben contar con destrezas y capacidades especiales que cubran la distinción de esa investidura.

Esto es contrastante con la situación que se vive hoy en día: los méritos profesionales, académicos o personales están supeditados a factores como las relaciones personales y el poder económico. Lejos está quedando la idea del Senado romano en la que participaban los más sabios y los más prudentes de la sociedad. Ahora, cualquiera que tenga ciertos recursos –financieros, principalmente—puede aspirar a contratar despachos de mercadotecnia que proyecten una imagen y, mediante una intensa campaña publicitaria en los medios, arraigarse en el imaginario colectivo para ser recordado al momento de votar.

Lo anterior no sólo es responsabilidad de estos aspirantes. El sistema electoral y de partidos mexicano así lo ha permitido a últimas fechas. No existe una fiscalización sobre los gastos que se realizan durante las primarias internas de los partidos, el monto que reciben estos por parte de la autoridad electoral se ha incrementado dramáticamente (sobre todo si se compara con la pobreza en México), y los requisitos que imponen a sus probables candidatos están determinados –en última instancia—por la ambición de querer ganar a toda costa la elección, aunque no se sepa bien a bien para qué. Es ya un lugar común decir que los comicios no los están ganando los más aptos, sino los más (ficticiamente) populares y los que tienen más dinero. En efecto, pero así lo han permitido los partidos, las autoridades electorales y el propio electorado.

El fin último de esta clase de funcionarios es servir a sus representados y al país. Una verdad de Perogrullo. Pero vale la pena recordarlo como el eje que sirva para contestar la pregunta inicial de este texto. ¿Para qué una candidatura si después se pierde contacto con los electores? ¿Para qué una candidatura si el voto en el Pleno no se consulta antes con quienes respaldaron al legislador? ¿Para qué una candidatura si sólo servirá como un escalón previo a una mejor posición política? ¿Para qué una candidatura si sólo responderá a la disciplina partidista?

Mucho se ha hablado sobre las posibles soluciones a estos vicios en los que ha caído la joven democracia mexicana en lo que respecta al Congreso. La posibilidad de reelección inmediata, la instauración del servicio civil de carrera parlamentario, la formación de candidaturas independientes. Todas ellas, sin embargo, están sujetas a la aprobación misma de las cámaras, lo cual hace difícil prever una modificación que atente contra los intereses de los mismos partidos políticos.

Por ahora sólo basta recurrir al buen criterio de los electores al momento de emitir su voto en las urnas y optar por el menos malo, si es que lo hay.


El Guardián, septiembre 24, 2005.

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